Mar abajo están los peces

por Biblioteca Piloto del Caribe

Prólogo de John J. Junieles

Escribir es elegir. Contar cuentos es elegir. Lo saben los ancianos de las tribus, los best-sellers, los premios Nobel y la gente de Facebook o Twitter que buscan decir mucho con poco. Ése es el dilema: lo que queda adentro o afuera. Elegir palabras, pero no sólo a ellas, sino al silencio que también cuenta y habla tanto como ellas. Horacio, viejo sabio, nos lo resolvió hace mil años y más: «Quédate con los hechos, las palabras vendrán después».

Pero eso es sólo el principio. Nuestra elección es sometida entonces a otros dilemas: el lugar exacto de algo para que produzca un resultado en el relato, porque la emoción que nosotros ya experimentamos al momento de vivir,  presentir o concebir las historias o personajes ya es nuestra; pero cómo compartirla sino buscando producir el mismo efecto que ha despertado en nosotros, para lo cual (incontables veces) resulta necesario falsear nuestra propia versión de los hechos.

Entonces resulta inevitable hablar del lector imaginario, tan invisible, tan buen jugador que se oculta en los escondrijos de nosotros mismos, aunque esto último no lo aceptemos nunca. Terminamos pensando (delirando en nuestra ingenuidad) que en realidad escribimos para nuestra propia necesidad y satisfacción.

Muchos creadores comparten la misma sensibilidad, es decir, se fijan en las mismas cosas, identifican las mismas historias o personajes con los cuales pueden construirse una misma novela, cuento o guión.  La gran diferencia está en los detalles elegidos; ya lo dijo alguien que con seguridad se lo escuchó a otro fulano que también lo tomó de alguien: «Dios y el diablo están en los pequeños detalles». Es la suma de esos elementos dispersos en la narración la que marca la diferencia entre dos cuentos de dos autores que abordan el mismo tema.

Toda esta larga introducción, tal vez inútil (pero no para todos, en vos confío terrible lector…), para hablar de Triacas, el libro de narrativa breve de Miguel Falquez-Certain. Un conjunto de cuentos, un relato y una noveleta que parecen venir en los mismos recipientes donde envasan los perfumes o los venenos. La levedad de algunos cuentos alcanza un peso que sólo se advierte mucho tiempo después, cuando has rumiado su efecto en el alma. Son los ecos que las historias dejan en ti, y no sus voces, los que te revelan su razón de ser como historias.

Por otro lado, están aquellos cuentos que tienen en sus hechos y tramas la suficiente persuasión para leerlos una y otra vez, para intentar repetir la sensación que nos produjo la primera lectura. Inevitable pensar en Augusto Monterroso y Arreola, que lograban esa particularidad de diseminar en el cuento la magia que los hacía piezas de superchería lectora.

Para mí, los cuentos de Miguel Falquez se acercan más a la tradición anglosajona y europea que a la influencia latinoamericana en sus diversos talantes. No por los temas, tampoco por los personajes, sino por el tratamiento y la elección de los elementos de sus cuentos. En Falquez prevalece el clima, la atmósfera, la burbuja sensorial que nos encierra, antes que su trama o argumento o el carácter o quehacer de sus personajes. De la misma manera en que Henry James era considerado un escritor europeo, y no estadounidense, aunque haya nacido en las tierras del gran Hawthorne.

Este libro es de narrativa breve, por supuesto, pero sobre todo es un catálogo de sensaciones. Un mapa sentimental. Un registro de emociones. Allí está la apuesta del creador. Son tramas que empiezan a veces por la mitad de algo que venía pasando y al terminar parecen trompos que seguirán dando vueltas para siempre pues siguen andando. Imaginen esa sensación de que algo seguirá existiendo aun cuando cerremos el libro; no es fácil despertar eso en los lectores.

Cuentos breves como «Literatura y revolución» tienen un efecto sobrecogedor, tienen eficacia, nos siguen resonando como si nuestra memoria fuera las paredes de una montaña. En «Vedados de ilusiones», la voz narradora ha creado un clima de complicidad propia de la vida picaresca y sus espectadores. Nos mantiene en un hilo hasta el final. Hasta pensamos que puede ser un personaje cuyas andanzas y escaramuzas pueden ser retomadas en otros ámbitos.

Especial atención se lleva «La encrucijada», pues entramos a la región de la Historia, asunto de cuidado, no porque viole o sea fiel a la «realidad» de los hechos: es que hay que tener cuidado con los zapatos que elegimos para pisar los lugares comunes de la Historia. Allí podemos quedarnos con la sensación de que el autor nos debe un cálculo de la expectativa que despierta, y tal vez un manejo menos directo de la presencia de la figura histórica presente.

Dejémonos de sutilezas, estamos entre gente grande: olvídense de que voy a seguir aguando la fiesta, contando todo lo que pasa en cada cuento. Así no se juega el juego. La razón de ser de un prólogo es servir de anzuelo y carnada. Mar abajo están los peces: los cuentos de Falquez. Para decirlo de particular manera, como quisiera yo que dijeran alguna vez de mis ambiguos libros, yo creo que varios de estos cuentos de Falquez le hubieran gustado mucho a Julio Ramón Ribeyro.

Siempre tengo presente un testimonio revelador del escritor rumano Mircea Eliade: «En los campos de concentración rusos, los prisioneros que tenían la suerte de contar con un narrador de historias en su barracón han sobrevivido en mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el infierno».

Gozan de aventura y buena salud estos cuentos de Miguel Falquez. A cualquier prisionero de celda le gustaría tenerlo de compañero. Como cualquier mago, Falquez siempre se inventaría algo para que nos durmamos pensando en cómo será el devenir de los personajes y, por supuesto, el final de esas historias. Ese silencio al final, a veces sobrecogedor, será el preludio para otras historias que esperan ser contadas.